Julio Florencio Cortázar , escritor y traductor argentino
Manuscrito hallado en un bolsillo /Relato completo
(Octaedro, 1974)
Ahora que lo escribo, para otros esto podría haber sido la
ruleta o el hipódromo, pero no era dinero lo que buscaba, en algún
momento había empezado a sentir, a decidir que un vidrio de ventanilla
en el metro podía traerme la respuesta, el encuentro con una felicidad,
precisamente aquí donde todo ocurre bajo el signo de la más implacable
ruptura, dentro de un tiempo bajo tierra que un trayecto entre
estaciones dibuja y limita así, inapelablemente abajo. Digo ruptura para
comprender mejor (tendría que comprender tantas cosas desde que empecé a
jugar el juego) esa esperanza de una convergencia que tal vez me fuera
dada desde el reflejo en un vidrio de ventanilla. Rebasar la ruptura que
la gente no parece advertir aunque vaya a saber lo que piensa esa gente
agobiada que sube y baja de los vagones del metro, lo que busca además
del transporte esa gente que sube antes o después para bajar después o
antes, que sólo coincide en una zona de vagón donde todo está decidido
por adelantado sin que nadie pueda saber si saldremos juntos, si yo
bajaré primero o ese hombre flaco con un rollo de papeles, si la vieja
de verde seguirá hasta el final, si esos niños bajarán ahora, está claro
que bajarán porque recogen sus cuadernos y sus reglas, se acercan
riendo y jugando a la puerta mientras allá en el ángulo hay una muchacha
que se instala para durar, para quedarse todavía muchas estaciones en
el asiento por fin libre, y esa otra muchacha es imprevisible, Ana era
imprevisible, se mantenía muy derecha contra el respaldo en el asiento
de la ventanilla, ya estaba ahí cuando subí en la estación Etienne
Marcel y un negro abandonó el asiento de enfrente y a nadie pareció
interesarle y yo pude resbalar con una vaga excusa entre las rodillas de
los dos pasajeros sentados en los asientos exteriores y quedé frente a
Ana y casi enseguida, porque había bajado al metro para jugar una vez
más el juego, busqué el perfil de Margrit en el reflejo del vidrio de la
ventanilla y pensé que era bonita, que me gustaba su pelo negro con una
especie de ala breve que le peinaba en diagonal la frente.
No es verdad que el nombre de Margrit o de Ana viniera después o que sea
ahora una manera de diferenciarlas en la escritura, cosas así se daban
decididas instantáneamente por el juego, quiero decir que de ninguna
manera el reflejo en el vidrio de la ventanilla podía llamarse Ana, así
como tampoco podía llamarse Margrit la muchacha sentada frente a mí sin
mirarme, con los ojos perdidos en el hastío de ese interregno en el que
todo el mundo parece consultar una zona de visión que no es la
circundante, salvo los niños que miran fijo y de lleno en las cosas
hasta el día en que les enseñan a situarse también en los intersticios, a
mirar sin ver con esa ignorancia civil de toda apariencia vecina, de
todo contacto sensible, cada uno instalado en su burbuja, alineado entre
paréntesis, cuidando la vigencia del mínimo aire libre entre rodillas y
codos ajenos, refugiándose en France-Soir o en libros de bolsillo
aunque casi siempre como Ana, unos ojos situándose en el hueco entre lo
verdaderamente mirable, en esa distancia neutra y estúpida que iba de mi
cara a la del hombre concentrado en el Figaro. Pero entonces Margrit,
si algo podía yo prever era que en algún momento Ana se volvería
distraída hacia la ventanilla y entonces Margrit vería mi reflejo, el
cruce de miradas en las imágenes de ese vidrio donde la oscuridad del
túnel pone su azogue atenuado, su felpa morada y moviente que da a las
caras una vida en otros planos, les quita esa horrible máscara de tiza
de las luces municipales del vagón y sobre todo, oh sí, no hubieras
podido negarlo, Margrit, las hace mirar de verdad esa otra cara del
cristal porque durante el tiempo instantáneo de la doble mirada no hay
censura, mi reflejo en el vidrio no era el hombre sentado frente a Ana y
que Ana no debía mirar de lleno en un vagón de metro, y además la que
estaba mirando mi reflejo ya no era Ana sino Margrit en el momento en
que Ana había desviado rápidamente los ojos del hombre sentado frente a
ella porque no estaba bien que lo mirara, al volverse hacia el cristal
de la ventanilla había visto mi reflejo que esperaba ese instante para
levemente sonreír sin insolencia ni esperanza cuando la mirada de
Margrit cayera como un pájaro en su mirada. Debió durar un segundo,
acaso algo más porque sentí que Margrit había advertido esa sonrisa que
Ana reprobaba aunque no fuera más que por el gesto de bajar la cara, de
examinar vagamente el cierre de su bolso de cuero rojo; y era casi justo
seguir sonriendo aunque ya Margrit no me mirara porque de alguna manera
el gesto de Ana acusaba mi sonrisa, la seguía sabiendo y ya no era
necesario que ella o Margrit me miraran, concentradas aplicadamente en
la nimia tarea de comprobar el cierre del bolso rojo.
Como
ya con Paula (con Ofelia) y con tantas otras que se habían concentrado
en la tarea de verificar un cierre, un botón, el pliegue de una revista,
una vez más fue el pozo donde la esperanza se enredaba con el temor en
un calambre de arañas a muerte, donde el tiempo empezaba a latir como un
segundo corazón en el pulso del juego; desde ese momento cada estación
del metro era una trama diferente del futuro porque así lo había
decidido el juego; la mirada de Margrit y mi sonrisa, el retroceso
instantáneo de Ana a la contemplación del cierre de su bolso eran la
apertura de una ceremonia que alguna vez había empezado a celebrar
contra todo lo razonable, prefiriendo los peores desencuentros a las
cadenas estúpidas de una causalidad cotidiana. Explicarlo no es difícil
pero jugarlo tenía mucho de combate a ciegas, de temblorosa suspensión
coloidal en la que todo derrotero alzaba un árbol de imprevisible
recorrido. Un plano del metro de París define en su esqueleto
mondrianesco, en sus ramas rojas, amarillas, azules y negras una vasta
pero limitada superficie de subtendidos seudópodos: y ese árbol está
vivo veinte horas de cada veinticuatro, una savia atormentada lo recorre
con finalidades precisas, la que baja en Chatelet o sube en Vaugirard,
la que en Odeón cambia para seguir a La Motte-Picquet, las doscientas,
trescientas, vaya a saber cuántas posibilidades de combinación para que
cada célula codificada y programada ingrese en un sector del árbol y
aflore en otro, salga de las Galeries Lafayette para depositar un
paquete de toallas o una lámpara en un tercer piso de la rue Gay-Lussac.
Mi regla del juego era maniáticamente simple, era bella,
estúpida y tiránica, si me gustaba una mujer, si me gustaba una mujer
sentada frente a mí, si me gustaba una mujer sentada frente a mí junto a
la ventanilla, si su reflejo en la ventanilla cruzaba la mirada con mi
reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la ventanilla
turbaba o complacía o repelía al reflejo de la mujer en la ventanilla,
si Margrit me veía sonreír y entonces Ana bajaba la cabeza y empezaba a
examinar aplicadamente el cierre de su bolso rojo, entonces había juego,
daba exactamente lo mismo que la sonrisa fuera acatada o respondida o
ignorada, el primer tiempo de la ceremonia no iba más allá de eso, una
sonrisa registrada por quien la había merecido. Entonces empezaba el
combate en el pozo, las arañas en el estómago, la espera con su péndulo
de estación en estación. Me acuerdo de cómo me acordé ese día: ahora
eran Margrit y Ana, pero una semana atrás habían sido Paula y Ofelia, la
chica rubia había bajado en una de las peores estaciones,
Montparnasse-Bienvenue que abre su hidra maloliente a las máximas
posibilidades de fracaso. Mi combinación era con la línea de la Porte de
Vanves y casi enseguida, en el primer pasillo, comprendí que Paula (que
Ofelia) tomaría el corredor que llevaba a la combinación con la Mairie
d'Issy. Imposible hacer nada, sólo mirarla por última vez en el cruce de
los pasillos, verla alejarse, descender una escalera. La regla del
juego era ésa, una sonrisa en el cristal de la ventanilla y el derecho
de seguir a una mujer y esperar desesperadamente que su combinación
coincidiera con la decidida por mí antes de cada viaje; y entonces
—siempre, hasta ahora— verla tomar otro pasillo y no poder seguirla,
obligado a volver al mundo de arriba y entrar en un café y seguir
viviendo hasta que poco a poco, horas o días o semanas, la sed de nuevo
reclamando la posibilidad de que todo coincidiera alguna vez, mujer y
cristal de ventanilla, sonrisa aceptada o repelida, combinación de
trenes y entonces por fin sí, entonces el derecho de acercarme y decir
la primera palabra, espesa de estancado tiempo, de inacabable merodeo en
el fondo del pozo entre las arañas del calambre. Ahora entrábamos en la
estación Saint-Sulpice, alguien a mi lado se enderezaba y se iba,
también Ana se quedaba sola frente a mí, había dejado de mirar el bolso y
una o dos veces sus ojos me barrieron distraídamente antes de perderse
en el anuncio del balneario termal que se repetía en los cuatro ángulos
del vagón. Margrit no había vuelto a mirarme en la ventanilla pero eso
probaba el contacto, su latido sigiloso; Ana era acaso tímida o
simplemente le parecía absurdo aceptar el reflejo de esa cara que
volvería a sonreír para Margrit; y además llegar a Saint-Sulpice era
importante porque si todavía faltaban ocho estaciones hasta el fin del
recorrido en la Porte d'Orléans, sólo tres tenían combinaciones con
otras líneas, y sólo si Ana bajaba en una de esas tres me quedaría la
posibilidad de coincidir; cuando el tren empezaba a frenar en
Saint-Placide miré y miré a Margrit buscándole los ojos que Ana seguía
apoyando blandamente en las cosas del vagón como admitiendo que Margrit
no me miraría más, que era inútil esperar que volviera a mirar el
reflejo que la esperaba para sonreírle.
No bajó en
Saint-Placide, lo supe antes de que el tren empezara a frenar, hay ese
apresto del viajero, sobre todo de las mujeres que nerviosamente
verifican paquetes, se ciñen el abrigo o miran de lado al levantarse,
evitando rodillas en ese instante en que la pérdida de velocidad traba y
atonta los cuerpos. Ana repasaba vagamente los anuncios de la estación,
la cara de Margrit se fue borrando bajo las luces del andén y no pude
saber si había vuelto a mirarme; tampoco mi reflejo hubiera sido visible
en esa marea de neón y anuncios fotográficos, de cuerpos entrando y
saliendo. Si Ana bajaba en Montparnasse-Bienvenue mis posibilidades era
mínimas; cómo no acordarme de Paula (de Ofelia) allí donde una cuádruple
combinación posible adelgazaba toda previsión; y sin embargo el día de
Paula (de Ofelia) había estado absurdamente seguro de que
coincidiríamos, hasta último momento había marchado a tres metros de esa
mujer lenta y rubia, vestida como con hojas secas, y su bifurcación a
la derecha me había envuelto la cara como un latigazo. Por eso ahora
Margrit no, por eso el miedo, de nuevo podía ocurrir abominablemente en
Montparnasse-Bienvenue; el recuerdo de Paula (de Ofelia), las arañas en
el pozo contra la menuda confianza en que Ana (en que Margrit). Pero
quién puede contra esa ingenuidad que nos va dejando vivir, casi
inmediatamente me dije que tal vez Ana (que tal vez Margrit) no bajaría
en Montparnasse-Bienvenue sino en una de las otras estaciones posibles,
que acaso no bajaría en las intermedias donde no me estaba dado
seguirla; que Ana (que Margrit) no bajaría en Montparnasse-Bienvenue (no
bajó), que no bajaría en Vavin, y no bajó, que acaso bajaría en Raspail
que era la primera de las dos últimas posibles; y cuando no bajó y supe
que sólo quedaba una estación en la que podría seguirla contra las tres
finales en que ya todo daba lo mismo, busqué de nuevo los ojos de
Margrit en el vidrio de la ventanilla, la llamé desde un silencio y una
inmovilidad que hubieran debido llegarle como un reclamo, como un
oleaje, le sonreí con la sonrisa que Ana ya no podía ignorar, que
Margrit tenía que admitir aunque no mirara mi reflejo azotado por las
semiluces del túnel desembocando en Denfert-Rochereau. Tal vez el primer
golpe de frenos había hecho temblar el bolso rojo en los muslos de Ana,
tal vez sólo el hastío le movía la mano hasta el mechón negro
cruzándole la frente; en esos tres, cuatro segundos en que el tren se
inmovilizaba en el andén, las arañas clavaron sus uñas en la piel del
pozo para una vez más vencerme desde adentro; cuando Ana se enderezó con
una sola y limpia flexión de su cuerpo, cuando la vi de espaldas entre
dos pasajeros, creo que busqué todavía absurdamente el rostro de Margrit
en el vidrio enceguecido de luces y movimientos. Salí como sin saberlo,
sombra pasiva de ese cuerpo que bajaba al andén, hasta despertar a lo
que iba a venir, a la doble elección final cumpliéndose irrevocable.
Pienso que está claro, Ana (Margrit) tomaría un camino
cotidiano o circunstancial, mientras antes de subir a ese tren yo había
decidido que si alguien entraba en el juego y bajaba en
Denfert-Rochereau, mi combinación sería la línea Nation-Etoile, de la
misma manera que si Ana (que si Margrit) hubiera bajado en Châtelet sólo
hubiera podido seguirla en caso de que tomara la combinación
Vincennes-Neuilly. En el último tiempo de la ceremonia el juego estaba
perdido si Ana (si Margrit) tomaba la combinación de la Ligne de Sceaux o
salía directamente a la calle; inmediatamente, ya mismo porque en esa
estación no había los interminables pasillos de otras veces y las
escaleras llevaban rápidamente a destino, a eso que en los medios de
transporte también se llamaba destino. La estaba viendo moverse entre la
gente, su bolso rojo como un péndulo de juguete, alzando la cabeza en
busca de los carteles indicadores, vacilando un instante hasta
orientarse hacia la izquierda; pero la izquierda era la salida que
llevaba a la calle.
No sé cómo decirlo, las arañas mordían
demasiado, no fui deshonesto en el primer minuto, simplemente la seguí
para después quizá aceptar, dejarla irse por cualquiera de sus rumbos
allá arriba; a mitad de la escalera comprendí que no, que acaso la única
manera de matarlas era negar por una vez la ley, el código. El calambre
que me había crispado en ese segundo en que Ana (en que Margrit)
empezaba a subir la escalera vedada, cedía de golpe a una lasitud
soñolienta, a un gólem de lentos peldaños; me negué a pensar, bastaba
saber que la seguía viendo, que el bolso rojo subía hacia la calle, que a
cada paso el pelo negro le temblaba en los hombros. Ya era de noche y
el aire estaba helado, con algunos copos de nieve entre ráfagas y
llovizna; sé que Ana (que Margrit) no tuvo miedo cuando me puse a su
lado y le dije: «No puede ser que nos separemos así, antes de habernos
encontrado».
En el café, más tarde, ya solamente Ana
mientras el reflejo de Margrit cedía a una realidad de cinzano y de
palabras, me dijo que no comprendía nada, que se llamaba Marie-Claude,
que mi sonrisa en el reflejo le había hecho daño, que por un momento
había pensado en levantarse y cambiar de asiento, que no me había visto
seguirla y que en la calle no había tenido miedo, contradictoriamente,
mirándome en los ojos, bebiendo su cinzano, sonriendo sin avergonzarse
de sonreír, de haber aceptado casi enseguida mi acoso en plena calle. En
ese momento de una felicidad como de oleaje boca arriba de abandono a
un deslizarse lleno de álamos, no podía decirle lo que ella hubiera
entendido como locura o manía y que lo era pero de otro modo, desde
otras orillas de la vida; le hablé de su mechón de pelo, de su bolso
rojo, de su manera de mirar el anuncio de las termas, de que no le había
sonreído por donjuanismo ni aburrimiento sino para darle una flor que
no tenía, el signo de que me gustaba, de que me hacía bien, de que
viajar frente a ella, de que otro cigarrillo y otro cinzano. En ningún
momento fuimos enfáticos, hablamos como desde un ya conocido y aceptado,
mirándonos sin lastimarnos, yo creo que Marie-Claude me dejaba venir y
estar en su presente como quizá Margrit hubiera respondido a mi sonrisa
en el vidrio de no mediar tanto molde previo, tanto no tienes que
contestar si te hablan en la calle o te ofrecen caramelos y quieren
llevarte al cine, hasta que Marie-Claude, ya liberada de mi sonrisa a
Margrit, Marie-Claude en la calle y el café había pensado que era una
buena sonrisa, que el desconocido de ahí abajo no le había sonreído a
Margrit para tantear otro terreno, y mi absurda manera de abordarla
había sido la sola comprensible, la sola razón para decir que sí, que
podíamos beber una copa y charlar en un café.
No me acuerdo
de lo que pude contarle de mí, tal vez todo salvo el juego pero entonces
tan poco, en algún momento nos reímos, alguien hizo la primera broma,
descubrimos que nos gustaban los mismos cigarrillos y Catherine Deneuve,
me dejó acompañarla hasta el portal de su casa, me tendió la mano con
llaneza y consintió en el mismo café a la misma hora del martes. Tomé un
taxi para volver a mi barrio, por primera vez en mí mismo como en un
increíble país extranjero, repitiéndome que sí, que Marie-Claude, que
Denfert-Rochereau, apretando los párpados para guardar mejor su pelo
negro, esa manera de ladear la cabeza antes de hablar, de sonreír.
Fuimos puntuales y nos contamos películas, trabajo, verificamos
diferencias ideológicas parciales, ella seguía aceptándome como si
maravillosamente le bastara ese presente sin razones, sin interrogación;
ni siquiera parecía darse cuenta de que cualquier imbécil la hubiese
creído fácil o tonta; acatando incluso que yo no buscara compartir la
misma banqueta en el café, que en el tramo de la rue Froidevaux no le
pasara el brazo por el hombro en el primer gesto de una intimidad, que
sabiéndola casi sola —una hermana menor, muchas veces ausente del
departamento en el cuarto piso— no le pidiera subir. Si algo no podía
sospechar eran las arañas, nos habíamos encontrado tres o cuatro veces
sin que mordieran, inmóviles en el pozo y esperando hasta el día en que
lo supe como si no lo hubiera estado sabiendo todo el tiempo, pero los
martes, llegar al café, imaginar que Marie-Claude ya estaría allí o
verla entrar con sus pasos ágiles, su morena recurrencia que había
luchado inocentemente contra las arañas otra vez despiertas, contra la
transgresión del juego que sólo ella había podido defender sin más que
darme una breve, tibia mano, sin más que ese mechón de pelo que se
paseaba por su frente. En algún momento debió darse cuenta, se quedó
mirándome callada, esperando; imposible ya que no me delatara el
esfuerzo para hacer durar la tregua, para no admitir que volvían poco a
poco a pesar de Marie-Claude, contra Marie-Claude que no podía
comprender, que se quedaba mirándome callada, esperando; beber y fumar y
hablarle, defendiendo hasta lo último el dulce interregno sin arañas,
saber de su vida sencilla y a horario y hermana estudiante y alergias,
desear tanto ese mechón negro que le peinaba la frente, desearla como un
término, como de veras la última estación del último metro de la vida, y
entonces el pozo, la distancia de mi silla a esa banqueta en la que nos
hubiéramos besado, en la que mi boca hubiera bebido el primer perfume
de Marie-Claude antes de llevármela abrazada hasta su casa, subir esa
escalera, desnudarnos por fin de tanta ropa y tanta espera.
Entonces se lo dije, me acuerdo del paredón del cementerio y de que
Marie-Claude se apoyó en él y me dejó hablar con la cara perdida en el
musgo caliente de su abrigo, vaya a saber si mi voz le llegó con todas
sus palabras, si fue posible que comprendiera; se lo dije todo, cada
detalle del juego, las improbabilidades confirmadas desde tantas Paulas
(desde tantas Ofelias) perdidas al término de un corredor, las arañas en
cada final. Lloraba, la sentía temblar contra mí aunque siguiera
abrigándome, sosteniéndome con todo su cuerpo apoyado en la pared de los
muertos; no me preguntó nada, no quiso saber por qué ni desde cuándo,
no se le ocurrió luchar contra una máquina montada por toda una vida a
contrapelo de sí misma, de la ciudad y sus consignas, tan sólo ese
llanto ahí como un animalito lastimado, resistiendo sin fuerza al
triunfo del juego, a la danza exasperada de las arañas en el pozo.
En el portal de su casa le dije que no todo estaba perdido, que
de los dos dependía intentar un encuentro legítimo; ahora ella conocía
las reglas del juego, quizá nos fueran favorables puesto que no haríamos
otra cosa que buscarnos. Me dijo que podría pedir quince días de
licencia, viajar llevando un libro para que el tiempo fuera menos húmedo
y hostil en el mundo de abajo, pasar de una combinación a otra,
esperarme leyendo, mirando los anuncios. No quisimos pensar en la
improbabilidad, en que acaso nos encontraríamos en un tren pero que no
bastaba, que esta vez no se podría faltar a lo preestablecido; le pedí
que no pensara, que dejara correr el metro, que no llorara nunca en esas
dos semanas mientras yo la buscaba; sin palabras quedó entendido que si
el plazo se cerraba sin volver a vernos o sólo viéndonos hasta que dos
pasillos diferentes nos apartaran, ya no tendría sentido retornar al
café, al portal de su casa. Al pie de esa escalera de barrio que una luz
naranja tendía dulcemente hacia lo alto, hacia la imagen de
Marie-Claude en su departamento, entre sus muebles, desnuda y dormida,
la besé en el pelo, le acaricié las manos; ella no buscó mi boca, se fue
apartando y la vi de espaldas, subiendo otra de las tantas escaleras
que se las llevaban sin que pudiera seguirlas; volví a pie a mi casa,
sin arañas, vacío y lavado para la nueva espera; ahora no podían hacerme
nada, el juego iba a recomenzar como tantas otras veces pero con
solamente Marie-Claude, el lunes bajando a la estación Couronnes por la
mañana, saliendo en Max Dormoy en plena noche, el martes entrando en
Crimée, el miércoles en Philippe Auguste, la precisa regla del juego,
quince estaciones en las que cuatro tenían combinaciones, y entonces en
la primera de las cuatro sabiendo que me tocaría seguir a la línea
Sèvres-Montreuil como en la segunda tendría que tomar la combinación
Clichy-Porte Dauphine, cada itinerario elegido sin razón especial porque
no podía haber ninguna razón, Marie-Claude habría subido quizá cerca de
su casa, en Denfert-Rochereau o en Corvisart, estaría cambiando en
Pasteur para seguir hacia Falguière, el árbol mondrianesco con todas sus
ramas secas, el azar de las tentaciones rojas, azules, blancas,
punteadas; el jueves, el viernes, el sábado. Desde cualquier andén ver
entrar los trenes, los siete u ocho vagones, consintiéndome mirar
mientras pasaban cada vez más lentos, correrme hasta el final y subir a
un vagón sin Marie-Claude, bajar en la estación siguiente y esperar otro
tren, seguir hasta la primera estación para buscar otra línea, ver
llegar los vagones sin Marie-Claude, dejar pasar un tren o dos, subir en
el tercero, seguir hasta la terminal, regresar a una estación desde
donde podía pasar a otra línea, decidir que sólo tomaría el cuarto tren,
abandonar la búsqueda y subir a comer, regresar casi enseguida con un
cigarrillo amargo y sentarme en un banco hasta el segundo, hasta el
quinto tren. El lunes, el martes, el miércoles, el jueves, sin arañas
porque todavía esperaba, porque todavía espero en este banco de la
estación Chemin Vert, con esta libreta en la que una mano escribe para
inventarse un tiempo que no sea solamente esa interminable ráfaga que me
lanza hacia el sábado en que acaso todo habrá concluido, en que volveré
solo y las sentiré despertarse y morder, sus pinzas rabiosas
exigiéndome el nuevo juego, otras Marie-Claudes, otras Paulas, la
reiteración después de cada fracaso, el recomienzo canceroso. Pero es
jueves, es la estación Chemin Vert, afuera cae la noche, todavía cabe
imaginar cualquier cosa, incluso puede no parecer demasiado increíble
que en el segundo tren, que en el cuarto vagón, que Marie-Claude en un
asiento contra la ventanilla, que haya visto y se enderece con un grito
que nadie salvo yo puede escuchar así en plena cara, en plena carrera
para saltar al vagón repleto, empujando a pasajeros indignados,
murmurando excusas que nadie espera ni acepta, quedándome de pie contra
el doble asiento ocupado por piernas y paraguas y paquetes, por
Marie-Claude con su abrigo gris contra la ventanilla, el mechón negro
que el brusco arranque del tren agita apenas como sus manos tiemblan
sobre los muslos en una llamada que no tiene nombre, que es solamente
eso que ahora va a suceder. No hay necesidad de hablarse, nada se podría
decir sobre ese muro impasible y desconfiado de caras y paraguas entre
Marie-Claude y yo; quedan tres estaciones que combinan con otras líneas,
Marie-Claude deberá elegir una de ellas, recorrer el andén, seguir uno
de los pasillos o buscar la escalera de salida, ajena a mi elección que
esta vez no transgrediré. El tren entra en la estación Bastille y
Marie-Claude sigue ahí, la gente baja y sube, alguien deja libre el
asiento a su lado pero no me acerco, no puedo sentarme ahí, no puedo
temblar junto a ella como ella estará temblando. Ahora vienen
Ledru-Rollin y Froidherbe-Chaligny, en esas estaciones sin combinación
Marie-Claude sabe que no puedo seguirla y no se mueve, el juego tiene
que jugarse en Reuilly-Diderot o en Daumesnil; mientras el tren entra en
Reuilly-Diderot aparto los ojos, no quiero que sepa, no quiero que
pueda comprender que no es allí. Cuando el tren arranca veo que no se ha
movido, que nos queda una última esperanza, en Daumesnil hay tan sólo
una combinación y la salida a la calle, rojo o negro, sí o no. Entonces
nos miramos, Marie-Claude ha alzado la cara para mirarme de lleno,
aferrado al barrote del asiento soy eso que ella mira, algo tan pálido
como lo que estoy mirando, la cara sin sangre de Marie-Claude que
aprieta el bolso rojo, que va a hacer el primer gesto para levantarse
mientras el tren entra en la estación Daumesnil.
Julio Cortázar
(1914-1984)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
De mis manos brotarán
amapolas rojas como la sangre.
Así, quizás mi poesía sea eterna.
MI POESÍA SOY YO
FANNY JEM WONG M
LIMA - PERÚ