La mancha de humedad : Minicuento
Juana de Ibarbourou
Hace
algunos años, en los pueblos del interior del país no se conocía el
empapelado de las paredes. Era este un lujo reservado apenas para alguna
casa importante, como el despacho del Jefe de Policía o la sala de
alguna vieja y rica dama de campanillas. No existía el empapelado, pero
sí la humedad sobre los muros pintados a la cal. Para descubrir cosas y
soñar con ellas, da lo mismo. Frente a mi vieja camita de jacarandá, con
un deforme manojo de rosas talladas a cuchillo en el remate del
respaldo, las lluvias fueron filtrando, para mi regalo, una gran mancha
de diversos tonos amarillentos, rodeada de salpicaduras irregulares
capaces de suplir las flores y los paisajes del papel más abigarrado. En
esa mancha yo tuve todo cuanto quise: descubrí las Islas de Coral,
encontré el perfil de Barba Azul y el rostro anguloso de Abraham
Lincoln, libertador de esclavos, que reverenciaba mi abuelo; tuve el
collar de lágrimas de Arminda, el caballo de Blanca Flor y la gallina
que pone los huevos de oro; vi el tricornio de Napoleón, la cabra que
amamantó a Desdichado de Brabante y montañas echando humo de las pipas
de cristal que fuman sus gigantes o sus enanos. Todo lo que oía o
adivinaba, cobraba vida en mi mancha de humedad y me daba su tumulto o
sus líneas. Cuando mi madre venía a despertarme todas las mañanas
generalmente ya me encontraba con los ojos abiertos, haciendo mis
descubrimientos maravillosos. Yo le decía con las pupilas brillantes,
tomándole las manos:
-Mamita, mira aquel gran río que baja por la
pared. ¡Cuántos árboles en sus orillas! Tal vez sea el Amazonas.
Escucha, mamita, cómo chillan los monos y cómo gritan los guacamayos.
Ella me miraba espantada:
-¿Pero es que estás dormida con los ojos abiertos, mi tesoro? Oh, Dios mio, esta criatura no tiene bien su cabeza, Juan Luis.
Pero
mi padre movía la suya entre dubitativo y sonriente, y contestaba
posando sobre mi corona de trenzas su ancha mano protectora:
-No te preocupes, Isabel. Tiene mucha imaginación, eso es todo.
Y
yo seguía viendo en la pared manchada por la humedad del invierno,
cuanto apetecía mi imaginación: duendes y rosas, ríos y negros, mundos y
cielos. Una tarde, sin embargo, me encontré dentro de mi cuarto a
Yango, el pintor. Tenía un gran balde lleno de cal y un pincel grueso
como un puño de hombre, que introducía en el balde y pasaba luego
concienzudamente por la pared dejándola inmaculada. Fue esto en los
primeros días de mi iniciación escolar. Regresaba del colegio, con mi
cartera de charol llena de migajas de biscochos y lápices despuntados.
De pie en el umbral del cuarto, contemplé un instante, atónita, casi sin
respirar, la obra de Yango que para mí tenía toda la magnitud de un
desastre. Mi mancha de humedad había desaparecido, y con ella mi
universo. Ya no tendría más ríos ni selvas. Inflexible como la
fatalidad, Yango me había desposeído de mi mundo. Algo, una sorda
rebelión, empezó a fermentar en mi pecho como burbuja que, creciendo,
iba a ahogarme. Fue de incubación rápida cual las tormentas del trópico.
Tirando al suelo mi cartera de escolar, me abalancé frenética hasta
donde me alcanzaban los brazos, con los puños cerrados. Yango abrió una
bocaza redonda como una “O” de gigantes, se quedó unos minutos
enarbolando en el vacío su pincel que chorreaba líquida cal y pudo
preguntar por fin lleno de asombro:
-¿Qué le pasa a la niña? ¿Le duele un diente, tal vez?
Y yo, ciega y desesperada, gritaba como un rey que ha perdido sus estados:
-¡Ladrón!
Eres un ladrón, Yango. No te lo perdonaré nunca. Ni a papá, ni a mamá
que te lo mandaron. ¿Qué voy a hacer ahora cuando me despierte temprano o
cuando tía Fernanda me obligue a dormir la siesta? Bruto, odioso, me
has robado mis países llenos de gente y de animales. ¡Te odio, te odio;
los odio a todos!
El buen hombre no podía comprender aquel
chaparrón de llanto y palabras irritadas. Yo me tiré de bruces sobre la
cama a sollozar tan desconsoladamente, como solo he llorado después
cuando la vida, como Yango el pintor, me ha ido robando todos mis
sueños. Tan desconsolada e inútilmente. Porque ninguna lágrima rescata
el mundo que se pierde ni el sueño que se desvanece… ¡Ay, yo lo sé bien!
FIN
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De mis manos brotarán
amapolas rojas como la sangre.
Así, quizás mi poesía sea eterna.
MI POESÍA SOY YO
FANNY JEM WONG M
LIMA - PERÚ