viernes, mayo 18, 2018

Las Flores del Mal. Charles Baudelaire.

 

Charles Baudelaire.
 

Las Flores del Mal.

Charles Baudelaire.

 

I

LA DESTRUCCION

El demonio se agita a mi lado sin cesar;

flota a mi alrededor cual aire impalpable;

lo respiro, siento como quema mi pulmón

y lo llena de un deseo eterno y culpable.

A veces toma, conocedor de mi amor al arte,

la forma de la más seductora mujer,

y bajo especiales pretextos hipócritas

acostumbra mi gusto a nefandos placeres.

Así me conduce, lejos de la mirada de Dios,

jadeante y destrozado de fatiga, al centro

de las llanuras del hastío, profundas y desiertas,

y lanza a mis ojos, llenos de confusión,

sucias vestiduras, heridas abiertas,

¡y el aderezo sangriento de la destrucción!

 

 

II

UNA MARTIR

Dibujo de un maestro desconocido

En medio de frascos, telas sedosas,

y muebles voluptuosos,

de mármoles, pinturas, ropas perfumadas,

que arrastran los pliegues suntuosos,

en una alcoba tibia como en un invernadero,

donde el aire es peligroso y fatal,

dónde lánguidas flores en sus ataúdes de cristal

exhalan su suspiro postrero,

un cadáver sin cabeza derrama, como un río,

en la almohada empapada,

una sangre roja y viva, que la tela bebe

con la misma avidez que un prado.

Parecida a las tétricas visiones que engendra la oscuridad

y que nos encadenan los ojos,

la cabeza, con la masa de su crin sombreada,

y de sus joyas preciosas,

en la mesilla de noche, como una planta acuática,

reposa, y, vacía de pensamientos,

una mirada vaga y blanca como el crepúsculo

escapa de sus ojos extraviados.

En el lecho, el tronco desnudo, sin pudor,

en el más completo abandono, muestra

el secreto esplendor y la belleza fatal

que la naturaleza le donó.

Una media rosada, adornada con hilo de oro, en la pierna

ha quedado cual recuerdo.

La liga, al igual que un ojo secreto que llamea,

lanza una mirada diamantina.

El singular aspecto de esta soledad

y de un gran retrato voluptuoso,

de ojos provocativos como su actitud

revela un amor tenebroso,

una culpable alegría y fiestas extrañas,

llenas de besos infernales,

que regocijarán a los ángeles malos

nadando entre cortinas y chales.

Sin embargo, al ver la esbeltez elegante

del hombro y su trazo quebrado,

la cadera levemente afilada, y la cintura ágil

lo mismo que un reptil irritado, se advierte

que ella es joven aún. -Su alma exasperada

y sus sentidos mordidos por el tedio,

¿se habían entregado a la jauría enfurecida

de deseos errantes y perdidos?

El hombre vengativo al que no pudiste, viviendo,

a pesar de tanto amor, aplacar,

¿sació en tu carne, inerte y complaciente,

toda la inmensidad de su deseo?

¡Responde, cádaver impuro! ¿Por tus rígidas trenzas

te levantó con brazo febril?

Dime, cabeza horrible, ¿en tus fríos dientes

hay aún sus últimos adioses?

-Lejos del mundo burlón, lejos de la multitud impura,

lejos del magistrado curioso,

duerme en paz, duerme en paz, extraña criatura,

en tu sepulcro misterioso;

tu esposo corre el mundo, y tu forma inmortal

vela junto a él cuando duerme;

lo mismo que tú sin duda te será fiel

y constante hasta la muerte.

 

 

III

MUJERES CONDENADAS

Como un rebaño pensativo sobre la arena acostadas,

entornan los ojos hacia el horizonte marino,

y sus pies que se buscan y sus manos enlazadas

tienen dulces languideces, amargos escalofríos.

Unas, corazones que aman las largas confidencias,

en el corazón de los bosques y junto a los arroyos,

deletrean el amor de las tímidas infancias

y marcan en el tronco los jóvenes arbolillos;

otras, como hermanas, andan lentas, graves,

a través de las rocas llenas de apariciones,

donde san Antonio vio surgir como lavas,

desnudo el seno, a sus purpúreas tentaciones.

Las hay que a la lumbre de resinas goteantes,

en el hueco mudo de los viejos antros paganos,

te llaman en socorro de sus fiebres aullantes,

¡oh Baco, adormecedor de viejos remordimientos!

Y otras, cuya garganta gusta de escapularios,

que, ocultando un látigo bajo sus largos vestidos,

mezclan en la noche oscura y los bosques solitarios

espuma del placer y lágrimas de la tortura.

¡Oh vírgenes, oh demonios, oh monstruos, oh mártires!,

grandes espíritus negadores de la realidad,

buscadores de lo infinito, devotos y sátiros,

ora llenos de furor, ora llenos de llanto,

vosotras, a las que en vuestro infierno mi alma os [ha seguido,

pobres hermanas, os amo tanto como os compadezco

por vuestras dolorosas tristezas, vuestra sed no saciada,

y las urnas de amor que llenan vuestro corazón.

 

 

IV

LAS DOS BUENAS HERMANAS

La Licencia y la Muerte son dos buenas muchachas,

pródigas de sus besos y ricas en salud;

su flanco siempre virgen y cubierto de hilachas,

con la eterna labor jamás ha dado a luz.

Al poeta siniestro, enemigo del hogar,

favorito del infierno, cortesano sin más,

tumbas y lupanares le muestran tras su vallado

un lecho que el remordimiento no frecuenta jamás.

Y el ataúd y la alcoba con grandes blasfemias

nos ofrecen alternando como buenas hermanas

terribles placeres y horribles deleites.

¿Cuándo quieres enterrarme, Vicio de brazos inmundos?

Muerte, su rival en atractivos, ¿cuándo vendrás

a plantar tus negros cipreses sobre sus mirtos fétidos?

 

 

V

LA FUENTE DE SANGRE

A veces siento mi sangre correr en oleadas,

lo mismo que una fuente de rítmicos sollozos;

la oigo correr en largos murmullos,

pero en vano me palpo para encontrar la herida.

A través de la ciudad, como un campo cerrado,

va transformando las piedras en islotes,

saciando la sed de cada criatura,

y coloreando en rojo toda la natura.

A menudo he pedido a estos vinos

aplacar por un solo día el terror que me roe;

el vino torna el mirar más claro y el oído más fino.

He buscado en el amor un sueño de olvido;

pero el amor no es para mí sino un colchón de alfileres,

hecho para dar de beber a esas crueles mujeres.

 

 

VI

ALEGORIA

Es hermosa mujer, de buena figura,

que arrastra en el vino su cabellera.

Las garras del amor, los venenos del garito,

todo resbala y se embota en su piel de granito.

Se ríe de la Muerte y desprecia la Lujuria,

y ambas, que todo inmolan a su ferocidad,

han respetado siempre en su juego salvaje,

de ese cuerpo firme y derecho la ruda majestad.

Anda como una diosa y reposa como una sultana;

tiene por el placer una fe mahometana,

y en sus brazos abiertos que llenan sus senos

atrae con la mirada a toda la raza humana.

Ella cree, ella sabe, ¡doncella infecunda!,

necesaria no obstante a la marcha del mundo,

que la belleza del cuerpo es sublime don,

que de toda infamia asegura el perdón.

Ignora el infierno igual que el purgatorio,

y cuando llegue la hora de entrar en la noche negra,

mirará de la Muerte el rostro,

como un recién nacido, sin odio ni remordimiento.

 

 

VII

LA BEATRIZ

En terrenos de ceniza, calcinados, sin verdores,

mientras me lamentaba un día a Naturaleza,

y mi pensamiento vagaba al azar,

sintiendo en mi corazón clavarse el puñal,

vi, en pleno mediodía, descender sobre mi cabeza

una oscura nube grande y tempestuosa,

que llevaba un rebaño de viciosos demonios,

parecidos a enanos crueles y curiosos.

Pusiéronse a contemplarme fríamente

y, como hablando de algún loco que pasa,

les oía reír y murmurar entre sí,

y cambiar más de un guiño y más de un ademán.

«Contemplemos a gusto esta caricatura,

esta sombra de Hamlet que imita su gesto,

la mirada indecisa y los cabellos al viento,

¿no da pena ver a ese vividor,

ese vago, ese histrión sin teatro, ese gracioso,

que porque sabe representar con arte su papel,

quiere interesar con sus cantos de dolor

a las águilas, grillos, arroyos y flores,

e incluso a nosotros, autores de estas viejas rimas,

y recitarnos a gritos sus públicas parrafadas? »

Hubiera podido (mi orgullo, alto como el monte,

domina la nube y el clamor de los demonios)

volver simplemente mi cabeza serena,

si no hubiese entre su tropa obscena,

¡crimen que no hizo tambalear al sol!,

la reina de mi corazón, de mirada sin igual,

que se reía con ellos de mi sombría tristeza

y les hacía, a veces, alguna sucia caricia.

 

 

VIII

UN VIAJE A CYTEREA

Mi corazón, como un pájaro, revoloteaba feliz,

y volaba libremente alrededor de las cuerdas;

el navío corría bajo un cielo sin nubes,

como ángel embriagado de un sol radiante.

¿Qué isla es ésta tan negra y triste?- Es Cyterea,

nos dicen, un país famoso en las canciones,

Eldorado trivial de todos los solterones.

Mirad, después de todo es una pobre tierra.

-¡Isla de dulces secretos y de fiestas del corazón!

De la antigua Venus el soberbio fantasma,

más allá de tus mares flota como un aroma,

y llena los espíritus de amor y languidez.

Bella isla de verdes mirtos, llena de capullos en flor,

siempre venerada por todas las naciones,

donde los suspiros de amantes corazones

avanzan como el incienso por jardines de rosas

o el eterno arrullo de la paloma torcaz.

-Cyterea no era más que una tierra pobre,

un desierto rocoso turbado por gritos feroces.

¡Sin embargo, presentía yo allí algo singular!

Aquello no era un templo de sombras selváticas,

donde la joven sacerdotisa, eterna enamorada de las flores,

iba, el cuerpo ardiente por calores secretos,

entreabriendo sus ropas a las brisas ligeras;

pero, he aquí que rozando la costa el bauprés,

al asustar los pajáros con nuestras velas blancas,

pudimos ver que era un patíbulo de tres zancas,

destacado en el cielo, negro como un ciprés.

Las aves rapaces, posadas en su cumbre,

destrozaban con furia a un ahorcado ya podrido:

cada una hundía, como un clavo, su impuro pico

en los rincones sangrientos de aquella podredumbre.

Eran los ojos agujeros, y del vientre desfondado

los gruesos intestinos caían sobre los muslos;

y sus verdugos, ahítos de espantosas delicias,

a picotazos lo habían castrado por completo.

Bajo los pies, una manada de celosos cuadrúpedos

levantado el hocico, merodeaba;

una bestia más grande se agitaba en el centro,

como un verdugo rodeado de auxiliares.

¡Oh habitante de Cyterea, de un cielo tan hermoso,

silenciosamente sufrías estos insultos

en una expiación de tus infames cultos,

y los pecados que te impidieron el descanso eterno!

¡Ridículo ahorcado, tus dolores son los míos!

Yo sentí, a la vista de tus miembros flotantes,

como un vómito subir hasta mis dientes

el largo río de hiel de mis antiguos dolores.

Ante ti, pobre diablo, tan caro de recordar,

sentí todos los picos y todos los mordiscos

de los cuervos fieros y de las panteras negras,

que antaño tanto gozaban en machacar mi carne.

El cielo estaba embrujado, la mar en calma;

para mí todo era negro y sangriento para siempre,

¡ay!, y tenía, como en un espeso sudario,

el corazón amortajado en esta alegoría.

En tu isla, oh Venus, no encontré en mi viaje

más que un patíbulo simbólico donde colgaba mi imagen…

-¡Oh Señor!  Dame la fuerza y el coraje

¡de contemplar mi cuerpo y mi alma sin asco!

 

 

IX

EL AMOR Y EL CRANEO

Viñeta antigua

El amor está sentado en el cráneo

de la Humanidad,

y desde este trono, el profano

de risa desvergonzada,

sopla alegremente redondas pompas

que suben en el aire,

como para alcanzar los mundos

en el corazón del éter.

El globo luminoso y frágil

toma un gran impulso,

estalla y exhala su alma delicada,

como un sueño de oro.

Y oigo el cráneo a cada burbuja

rogar y gemir:

-Este juego feroz y ridículo,

¿cuándo acabará?

Pues lo que tu boca cruel

esparce en el aire,

monstruo asesino, es mi cerebro,

¡mi sangre y mi carne!



Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

Charles Baudelaire.

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