Alejandra Pizarnik... Extracción de la piedra de la locura
El espejo de la melancolía
Anotaciones acerca de Extracción de la piedra de locura de Alejandra Pizarnik
Jorge Mario Sánchez
1
Voy a formular, por el momento, una hipótesis que creo cierta: el artista, el verdadero
artista, aquel entregado por completo a su arte, sabe que su obra lo
trasciende, lo envuelve, y sabe además que es siempre artista, aun en
los momentos en que no produce nada. De allí a decir que, en cierta
forma, el artista se confunde con su obra —con sus visiones, su
búsqueda, su estilo—, hay un solo paso. Él es su obra, y
viceversa. Y ésta no se reduce a lo que entrega a los otros (libros,
pinturas, composiciones musicales, filmes): su obra es su vida, lo que él es y lo que hace.
Ahora diré poeta y no artista. En algún momento
el poeta se sentirá envuelto en una maraña que es su obra. Su poesía lo
cruza, lo envuelve, lo acorrala. Pensemos justamente en esos poetas
comprometidos con su arte, en aquellos místicos que se entregan por
completo a su visión. Pensemos en uno de ellos, en una poeta argentina
que representa mejor que nadie esta entrega, tanto en su vida como en
su obra: Alejandra Pizarnik. Hay en ella un doble movimiento (o un
doble deseo): se sumerge al tiempo que intenta escapar. Pero con el
paso de los años la huída se hace imposible y esa grieta que la cruza
la obliga a una devoción total a su visión y por ende a sí misma; ¿y
qué mejor entrega que la muerte?
No hablaré, por el momento, del suicidio de Alejandra Pizarnik.
Contemplemos su obra, su poesía. Presenciemos su lucha, esa lucha
terrible, ese desgarre interno, profundo (el abismo en nuestro interior
es insondable, ¿pero quién puede en verdad asomarse a él?). Y
pensemos, para ello, en uno de sus libros más representativos, en donde
el sometimiento a la visión es, a la vez, la entrega al vértigo de la
muerte: Extracción de la piedra de locura.
Los poemas que componen el libro son ante todo prosas, y sólo ocho
de los textos están en verso. La mayoría de poemas son muy cortos,
pero los seis que cierran la obra son prosas largas y hasta cierto
punto narrativas. En este libro, la visión primordial es, por supuesto,
la muerte. Pero no la muerte como algo lejano e inasible, sino como
una presencia vívida, el vértigo que da el entender que si a todos nos
espera la nada (el silencio), que si este destino es inevitable, es
como si no hubiésemos existido nunca, como si ya estuviéramos muertos:
el ahora se hace irreal, y aquellos lo suficientemente sensibles —como
Alejandra— pueden percibir, en vida, a la nada eterna bajo el velo de cosas que la cubre.
La omnipresencia de la muerte en Extracción de la piedra de locura
imposibilita al “yo”. Desdibuja su imagen, lo falsea. Lo hace
prescindible. Por eso la poeta no se reconoce ya en la mujer que alguna
vez fue: su pasado es una sombra. La muerte, aquí, no es sólo la
muerte física: es también el carácter efímero de la realidad, y por lo
tanto del “yo”, que se deshoja:
Esta lila se deshoja,
Desde sí misma cae
y oculta su antigua sombra.
He de morir de cosas así.1
El “yo” poético, al igual que ese “yo” psicológico que es la
representación que Alejandra se hace de sí misma, se desvanecen ante la
presencia de la muerte, y por lo tanto Pizarnik encuentra en sus
noches los cadáveres de todas las Alejandras que ha sido, y sobre todo
de la Alejandra niña. Como respuesta, busca obsesivamente lo absoluto,
trata —pero en Extracción de la piedra de locura ya entiende la
inutilidad intrínseca de ese esfuerzo— de fabricar ese absoluto con
palabras, de, palabra por palabra, escribir la noche, hacer la muerte,
porque la muerte real, que la mira desde el otro lado del río, es
espantosa. Mientras tanto, sus noches están pobladas, no sólo de las
sombras de sí misma, sino de los ausentes, de aquellos a los que el
paso del tiempo borra a cada instante.
En su anhelo de lo absoluto las palabras no son más que un simple
simulacro. Las palabras sólo designan lo obvio, el lugar común, y hay
en ellas la imposibilidad de dar cuenta de la nada, esa nada que la
poeta presiente alrededor suyo, que su conciencia exacerbada y
su introversión han revitalizado. En uno de los poemas del libro
Pizarnik habla de “grises pájaros en el amanecer” que “son a la ventana
cerrada lo que a mis males mi poema”.2 Y en otro lugar:
Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falta de luz.
(...)
La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no diré mi poema y yo he de decirlo. Aun si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene destino.3
La poeta debe decir su poema a pesar de la inutilidad del
esfuerzo. Y es un esfuerzo inútil no sólo porque las palabras ya no
podrán decir el silencio (el absoluto), sino porque el poema, también,
debe morir, es efímero. Como dice Roberto Juarroz: “la poesía (...)
reside en el tiempo. O, más precisamente, el tiempo es la sustancia de
que está hecha (en esto nos parecemos a cualquier poema)”.4
El poema es una cosa más agregada al mundo y, como todas las cosas, es
temporal. Pero las imágenes de Pizarnik emergen sin remedio, el
simulacro debe hacerse porque hay un doble movimiento, la atracción por
la nada y el horror a esa nada. Esta necesidad es clara para ella, y
en su diálogo con Roberto Juarroz hace hincapié en ello:
El poeta comparte con el pintor la necesidad ineludible de hacer existir los objetos de su espíritu (imágenes, representaciones), los cuales exigen, a fin de existir con entera plenitud, la máxima precisión.5
Las imágenes son, en Extracción de la piedra de locura,
precisas y repetitivas: están las noches, las sombras, los espejos y las
lilas, el río, la muerte que espera en la orilla opuesta, la música,
las palabras, la lluvia y el cuerpo, las muñecas, la soledad, el vacío.
A pesar del sinsentido hay una entrega completa, peligrosa. La grieta
que cruza a la poeta exige ser dicha: este destino poético es claro
para ella, y lo asume hasta sus últimas consecuencias.
Por
otro lado, la búsqueda de lo absoluto es también la búsqueda de la
inocencia. Es el anhelo de fusión con la nada esencial, y por lo tanto
es un anhelo místico. En los poemas que surgen de esta exploración se
va concibiendo el “dios verbal” del que habla Juarroz.6 En Extracción de la piedra de locura
Pizarnik evidencia este destino en el poema “Caminos del espejo”. Hay
aquí, también, un recuento de los inevitables fracasos que tal destino
conlleva: “Caer como un animal herido en el lugar que iba a ser de
revelaciones”; “Aun si digo sol y luna y estrella me refiero a cosas
que me suceden. ¿Y qué deseaba yo? Deseaba un silencio perfecto. Por
eso hablo”.7 En este poema en prosa encontramos diecinueve
estrofas numeradas del I al XIX que indicarían una continuidad, un
avance de un fragmento a otro. Pero no hay tal avance, las imágenes se
mueven en círculos, o hay, por el contrario, un retroceso. Ya en la
primera estrofa la poeta dice su ambición, “Y sobre todo mirar con
inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto”, y más adelante
confiesa el vértigo de su intento: “Mi caída sin fin en mi caída sin
fin donde nadie me aguardó pues al mirar quién me aguardaba no vi otra
cosa que a mí misma”.8
En el “Homenaje a Alejandra Pizarnik” de Roberto Juarroz
encontramos que “cada poeta es el producto y el servidor de su visión,
pero es también una parte de esa misma visión. Al contemplarla, se
contempla; al herirla, se hiere; al encerrarla, se encierra”.9
Y nada más fuerte en Pizarnik que el deseo de ser ella el poema, hacer
de sí misma la obra de arte, la ofrenda que dará al mundo. Entonces,
el “yo” que fragmentan la muerte y el tiempo, que la contemplación del
abismo hace efímero y carente de sentido, resurge de nuevo en la
creación poética, contradice a la muerte. De nuevo la paradoja: la
poesía, que nace de la contemplación de la muerte, que está embebida de
ella, que se sabe búsqueda del silencio, enfrenta a la nada y al
silencio. La poesía, como simulacro del suicidio, evita —temporalmente—
el suicidio: lo circunda, intenta representarlo, lo mira de frente con
los ojos muy abiertos.
2
La poesía de Pizarnik, sobre todo en sus últimos libros, es producto y representación de la melancolía, del tedio vital, del Spleen
que la hace ver la realidad con ojos de muerta. Pero es también, junto
con el sexo y ciertas músicas, una forma de lucha contra el Spleen. En La condesa sangrienta, que fue publicada originalmente en revista antes de Extracción de la piedra de locura,
Pizarnik narra, con sobriedad de cirujano, los extremos a los que
puede llegar una mujer sumida en el hastío perpetuo, en este caso la
condesa húngara Erzsébet Báthory, quien torturó y asesinó a más de 600
niñas a principios del siglo XVII. En uno de los capítulos del libro,
“El espejo de la melancolía”, se lee:
Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya “la farsa que todos tenemos que representar”. Pero por un instante —sea por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia—, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes.10
Es este el mismo hastío que hace que los libertinos de las novelas
del Marqués de Sade cometan las peores aberraciones imaginables, y ya
Octavio Paz, en el poema “El prisionero”, dedicado al escritor francés,
nos decía:
El hombre está habitado por silencio y vacío.
¿Cómo saciar su hambre,
cómo poblar su vacío?
¿Cómo escapar a mi imagen?
(...)
La imaginación es la espuela del deseo,
su reino es inagotable e infinito como el fastidio,
su reverso y gemelo.11
Y es también el Spleen de Baudelaire, que es percibido por
este poeta como “un pueblo silencioso de arañas” que “va tejiendo
entre nuestros cerebros su telaraña informe”.12 Vemos, pues, que el Spleen,
la sensación (física y moral) de que estamos habitados por silencio y
vacío, es un silencio negativo opuesto al silencio positivo, al
absoluto que anhela Alejandra Pizarnik.
Sobre el fragmento de La condesa sangrienta citado arriba,
Juan Gustavo Cobo Borda anota que el poema, al igual que la música, el
acto sexual y las drogas, logra la fusión del ritmo del melancólico
con el ritmo del mundo, “pero para llegar a ella es necesario que el yo
desaparezca y se oculte, quede camuflado por el poema, sea el poema”.13
Alejandra quiere ser una con su visión, lograr la exaltación mística
de su renuncia absoluta. “Pero llegan entonces las despoblaciones
súbitas, las vacaciones del demonio interior, los interregnos que
tampoco pueden abrirse, los infiernos o los purgatorios vacíos. Y en
esas condiciones, es casi imposible para el poeta tolerar la ausencia
aún transitoria de su exaltación, de ese fuego que le permitía quemar
los límites o convivir con ellos”, dice Juarroz a propósito de
Pizarnik.14 Y de aquí inferimos, también, que la poeta
escribe sumida en el miedo, consciente de los terrores que la acechan.
Escribe: “Habla del dolor incesante de tus huesos, habla del vértigo,
habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición”. Escribe:
“De repente poseída por un funesto presentimiento de un viento negro
que impide respirar, busqué el recuerdo de alguna alegría que me
sirviera de escudo, o de arma de defensa, o aun de ataque”. Escribe: “Y
luego está el espacio negro —déjate caer, déjate caer—, umbral de la
más alta inocencia o tal vez tan sólo de la locura”.15
3
Alejandra quiere ser su propia creación estética, quiere ser el
poema. Esto es, ser su “yo” esencial. Pero, ¿no somos todos un reflejo
del mundo, seres fragmentados productos de la cultura, así como toda
escritura es reflejo de lo leído y vivido por el autor? ¿Cómo encontrar
entonces esa esencia que se nos escapa? Pizarnik busca “engendrar más
ser a través del lenguaje”.16 Pero en ella esta obstinación
se transforma en laberinto, y en últimas en fracaso. Imposibilidad de
alcanzar un “yo” más allá del que dicta el mundo. Por eso, ante la
imposibilidad del éxtasis total aquí y ahora, el hundimiento definitivo en la melancolía. Y en Extracción de la piedra de locura
hay una conciencia de este fracaso que podemos rastrear a lo largo de
todo el libro, y sobre todo en los largos poemas en prosa que lo
cierran. En uno de estos poemas, Pizarnik intercala una estrofa en verso
donde relata su antigua fe, su antiguo éxtasis:
mi cuerpo se abría al conocimiento de mi estar
y de mi ser confusos y difusos
mi cuerpo vibraba y respiraba
según un canto ahora olvidado
yo no era aún la fugitiva de la música
yo sabía el lugar del tiempo
y el tiempo del lugar
en el amor yo me abría
y ritmaba los viejos gestos de la amante
heredera de la visión
de un jardín prohibido.17
Y un poco más adelante, ya en prosa, como si la prosa, en lugar
del verso, fuera el modo de decir el fracaso, escribe: “La tenebrosa
luminosidad de los sueños ahogados. Agua dolorosa”.18 Y el afuera contemplado por el melancólico, la farsa que todos tenemos que representar,
fragmenta el “yo” al tiempo que lo va creando. El mundo no es, por lo
tanto, ajeno al hundimiento de la poeta, y ya en este punto no puedo
evitar hablar del suicidio de Alejandra, al que tantos críticos han
visto como la culminación de su búsqueda poética, en la que poesía y
vida se entrelazan y confunden. Así, Guillermo Sucre se pregunta en “La
metáfora del silencio”: “¿No hay en el suicidio una acusación contra la
sociedad? Aunque es también posible verlo como una acusación contra la
condición humana misma”.19
El solipsismo, el encarcelamiento en sí misma, es uno de los
peligros de esta entrega poética, y en Pizarnik se hace evidente. Ella
vivió en una época en la que apenas empezaba a manifestarse lo que hoy,
iniciando el siglo XXI, es una realidad abrumadora: el hombre
contemporáneo se halla saturado por la multiplicidad de discursos
externos, ajenos, a los que está sometido. Hoy, algunos artistas
encuentran refugio, justamente, en sus propias visiones; ávidos de
verdad, su verdad, tienden a la introspección, a buscar en su
interior lo que el mundo, fragmentado en exceso, contradictorio,
atiborrado de palabras e imágenes inconexas, les niega
sistemáticamente. Y la poesía de Alejandra Pizarnik, quien nace en 1939
y muere en 1972 (años convulsos, de profundas transformaciones
sociales y políticas en América Latina y especialmente en Argentina),
es, a pesar de ello, intimista en extremo, encerrada en sí misma y
hermética. Cristina Peri Rossi se lamentaba de esto: “Su poesía
permaneció ajena a las manifestaciones del sentir colectivo (...). He
escuchado (...) que los dominados no tienen derecho a suicidarse, por
lo menos hasta acabar con la sujeción. Más allá del dolor que nos causa
el suicidio de una poeta singularmente dotada, queda el dolor de quien
no sintió o no comprendió este último mensaje”.20 Pero en
los tiempos que corren, de discursos que se entrecruzan, se niegan y
contradicen entre sí, de luchas e ideales relativizados hasta la náusea
y, por lo tanto, de muerte de las utopías, este lamento carece de
fuerza, y, por el contrario, una poesía cerrada como la de Pizarnik se
nos muestra, sin duda, subversiva y verdadera.
En el mismo poema en prosa que analicé un poco más arriba
Alejandra se enfrenta a esa sociedad, a ese afuera que la reprime, a
los otros que la desgarran:
Me adueñé de mi persona, la arranqué del hermoso delirio, la anonadé a fin de serenar el terror que alguien tenía a que muriera en su casa.
¿Y yo? ¿A cuántos he salvado yo?
El haberme prosternado ante el sufrimiento de los demás, el haberme acallado en honor de los demás.21
Y luego escribe:
Retrocedía mi roja violencia elemental. El sexo a flor de corazón, la vía del éxtasis entre las piernas. Mi violencia de vientos rojos y de vientos negros. Las verdaderas fiestas tienen lugar en el cuerpo y en los sueños.
Puertas del corazón, perro apaleado, veo un templo, tiemblo, ¿qué pasa? No pasa. Yo presentía una escritura total. El animal palpitaba en mis brazos con rumores de órganos vivos, calor, corazón, respiración, todo musical y silencioso al mismo tiempo. ¿Qué significa traducirse en palabras? Y los proyectos de perfección a largo plazo; medir cada día la probable elevación de mi espíritu, la desaparición de mis faltas gramaticales. Mi sueño es un sueño sin alternativas y quiero morir al pie de la letra del lugar común que asegura que morir es soñar. La luz, el vino prohibido, los vértigos, ¿para quién escribes? Ruinas de un templo olvidado. Si celebrar fuera posible.
Visión enlutada, desgarrada, de un jardín con estatuas rotas. Al filo de la madrugada los huesos te dolían. Tú te desgarras. Te lo prevengo y te lo previne. Tú te desarmas. Te lo digo, te lo dije. Tú te desnudas. Te desposees. Te desunes. Te lo predije. De pronto se deshizo: ningún nacimiento. Te llevas, te sobrellevas. Solamente tú sabes de este ritmo quebrantado. Ahora tus despojos, recogerlos uno a uno, gran hastío, en dónde dejarlos. De haberla tenido cerca, hubiese vendido mi alma a cambio de invisibilizarme. Ebria de mí, de la música, de los poemas, por qué no dije del agujero de ausencia. En un himno harapiento rodaba el llanto por mi cara. ¿Y por qué no dicen algo? ¿Y para qué este gran silencio?22
He transcrito buena parte de este poema porque entiendo que aquí
se condensa lo esbozado en este artículo. Lo cual, como ya dije, da fe
de la absoluta conciencia que tenía Alejandra Pizarnik de su propio
recorrido poético y vital (en su caso, estas dos palabras significan lo
mismo). Un recorrido que la lleva a un callejón sin salida, al “yo”
definitivamente desgarrado, consciente de su inefabilidad e inmerso en
la melancolía, acechado por el mundo exterior y por silencios y sombras
que contornean el único silencio posible, tanto tiempo aplazado. ¿Cómo
habitar el mundo ante la perspectiva del fracaso y de la muerte? ¿Cómo
tolerar las máscaras ajenas y las propias? He aquí el dilema de las
almas demasiado sensibles, de quienes enfrentan su propio vacío con una
temeridad que raya en la locura. Nosotros, los que quedamos, tan sólo
apartamos la vista y aguardamos. Pero no logramos apartarnos del
embrujo de una poesía tan contundente, sincera y vital como la de
Alejandra Pizarnik.
Notas
- Pizarnik, Alejandra. Extracción de la piedra de locura. Siglo XXI Editores. México, 1974.
- Pizarnik, Alejandra. “Entrevista a Roberto Juarroz”. En Zona Franca, Nº 52, diciembre de 1967.
- Pizarnik, Alejandra. Extracción de la piedra de locura. Siglo XXI Editores. México, 1974.
- Juarroz, Roberto. “Homenaje a Alejandra Pizarnik”. En Eco, Nº 175. Bogotá.
- Pizarnik, Alejandra. La condesa sangrienta. Visor. Madrid, 1979.
- Paz, Octavio. Libertad bajo palabra. Editorial Sol 90. Buenos Aires, 2003.
- Baudelaire, Charles. Las flores del mal. Panamericana Editorial. Bogotá, 2001. Traducción de Andrés Holguín.
- Cobo Borda, J. G. “Alejandra Pizarnik: La pequeña sonámbula”. En Eco, Nº 26. Bogotá, 1972.
- Juarroz, Roberto. Op. cit.
- Pizarnik, Alejandra. Extracción de la piedra de locura. Siglo XXI Editores. México, 1974.
- Pizarnik, Alejandra. “Entrevista a Roberto Juarroz”. En Zona Franca, Nº 52, diciembre de 1967.
- Pizarnik, Alejandra. Extracción de la piedra de locura. Siglo XXI Editores. México, 1974.
- Sucre, Guillermo. “La metáfora del silencio”. En La máscara, la transparencia. Monte Ávila Editores. Caracas, 1975.
- Peri Rossi, Cristina. “Alejandra Pizarnik o la tentación de la muerte”. En Cuadernos Hispanoamericanos, Nº 273. 1973.
- Pizarnik, Alejandra. Op. cit.
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Así, quizás mi poesía sea eterna.
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