jueves, febrero 04, 2016

LA PERFECCIÓN FORMAL DE RUBÉN DARÍO MARCO MARTOS




LA PERFECCIÓN FORMAL DE RUBÉN DARÍO

MARCO MARTOS


Han pasado cerca de 150 años del nacimiento de Rubén Darío y 100 años de su fallecimiento, sin embargo, su poesía y sus escritos en prosa siguen asombrando. En 1997 Ángel Rama se preguntaba por qué Darío estaba todavía vivo, por qué otros más audaces que él, como Juan José Tablada o Vicente Huidobro, no han opacado su lección poética. La primera respuesta a la que atinamos como lectores es la más conocida, la más común, aquella que por ser tan sabida no es dicha en voz alta. 
 Lo admirable, ahora en el siglo XXI, es que a pesar de que los temas modernistas han pasado definitivamente, queda la dedicación del poeta, el manejo sabio del verso castellano, como si las broncas palabras que pronunciaba Ruy Díaz, el protagonista del Mío Cid, estuvieran naturalmente preparadas para la melodía del verso. En ese sentido es posible extender la conocida frase de Juan Valera en la carta-prólogo de Azul, y decir que el cisne nicaragüense es la quintaesencia de las posibilidades versificadoras del castellano. 

Así, Rubén Darío no hace sino enriquecer una tradición de un gran número de metros, combinaciones silábicas y estróficas, mucho más rica en español que en cualquier otra lengua románica. Por ello no es casualidad que ningún poeta europeo, simbolista o parnasiano, ni Verlaine siquiera, registre un repertorio de metros y estrofas tan extenso como el que Rubén Darío practicó. Si una de las características de la poesía tradicional –y el modernismo ya es tradición que la moderna poesía después de los experimentos de vanguardia y en años recientes la “antipoesía” conserva, es la música, bueno es recordar que no existe en lengua castellana ningún poeta más eufónico que Darío. Y que el gran Rubén, aparte de su talento innato, consagró su vida al estudio y la práctica de la poesía. Y los pocos versos que su vida le permitió componer nos lo muestran como un pionero de nuevos horizontes. En el siglo XIX Darío es el primer escritor pleno de América. Asume la literatura como una perentoria obligación, como un impulso vital donde el artista se realiza, leal todavía a la bohemia, a él le debemos las indelebles reglas de la profesionalización del intelectual. Cada una de las páginas que escribió está sostenida por una voluntad ordenadora, una conciencia despierta que vigila y corrige cada línea y cada palabra.

 Darío se exigió y exigió a cada uno de sus congéneres un profundo conocimiento del arte al que se consagraban. Ahora bien, esta dedicación al arte significó la difícil incorporación de ritmos y métricas de otras lenguas, desde la francesa hasta la griega, pero al mismo tiempo fundamentalmente fue la reconquista de la tradición castellana anquilosada por los versificadores del siglo XIX. Otros poetas modernistas como Manuel González Prada o Ricardo Jaimes Freyre, sintieron que los estudios métricos eran una prolongación de la escritura poética, él, Darío, en su periodo centroamericano, pero también durante su estancia chilena, en la época de Azul, como un disciplinado alumno de una Academia de Bellas Artes, copió incesantemente a los poetas que tuvo a la mano. 

De manera distinta a la europea, por razones que asocian la producción literaria a la producción en general, hacia fines del siglo XIX se había producido en Hispanoamérica un vacío literario, un desajuste que tenía que ver con el agotamiento del costumbrismo y del romanticismo, pero también por la búsqueda de las capas burguesas de una literatura que mejor las representase. En Europa, como lo vio sagazmente Walter Benjamin en sus “apuntes” sobre Baudelaire (¡hay que llamar “apuntes” a esos textos excelentes, pues no alcanzaron la forma de ensayo!) hacia mediados del siglo XIX el poeta hacía vida marginal, pero no era la decente y provinciana de la que ahora goza el escritor en distintas partes del mundo, era una marginalidad a salto de mata, sin el techo ni la comida asegurados. Sin ser propiamente un proletario y con la secreta o pública aspiración de ser un dandy, Baudelaire está más cerca de los traperos que van a buscar vino barato a las afueras de París que de los consumidores de novelas por entregas de la ciudad, por la que deambula como un flaneur solitario, perdido y anónimo en la multitud. Distinta situación se vivía en América, algunos años más tarde en la época de Darío todavía resonaba entre nosotros la tradición victorhuguesca pero además, y esto es más importante, todavía el poeta tenía un sitio en la sociedad, todavía se esperaba su canto. 

Ángel Rama nos ha recordado (DARIO 1977) que el incipiente burgués latinoamericano escinde en dos espacios muy diferenciados su vida, la fábrica, la oficina burocrática, donde todos, incluyendo él mismo, pasan momentos muy desagradables, y el espacio ameno, la casa donde habita y donde lo espera su mujer. Por eso no es coincidencia, agregamos, que ese receptáculo hogareño que tiene su equivalente en la embajada, la legación de un país sudamericano en Europa, fuese un lugar adecuado para las tertulias literarias, los versos de ocasión, en los que Darío hizo gala de una facilidad desbordante, los álbumes de las muchachas, los vinos generosos, el brillo de las sedas, el aroma humeante del té. En esos años la mujer empezó a leer poesía, la que le dedicaban y después pasó de objeto a sujeto poético y así nacieron Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Gabriela Mistral. 

Mucha razón tuvo Rafael Gutiérrez Girardot en el XV Congreso de Literatura Hispanoamericana de Huampaní, 1971, cuando sostuvo que el modernismo está más cerca de la mimesis de lo que pudiera creerse; todo ese mundo de princesa y lagos y cisnes y carrozas que parecía artificial, era en cierta medida una traducción poética de lo que había de intérieur y su reproducción urbana y arquitectónica en las ciudades hispanoamericanas. El aumento de “realismo” propuesto por Gutiérrez Girardot disminuye poco sin embargo la imagen de Darío como un poeta evadido, aspirante a conquistar un mundo dentro de un clima enrarecido para sobrevivir sin dolor. 

En cierta medida sigue teniendo vigencia ese lugar común que señala a Darío como el gran capitán del Arte por el Arte en América. Y aunque es un descontento del orden capitalista como lo prueban tanto sus cuentos de Azul como su poema a Roosevelt, buena parte de su queja es de cepa aristocrática, y expresa la necesidad del artista de “beber en copa de oro”. Difícilmente puede aplicarse a Darío al pie de la letra el aforismo de Julián del Casal (ese poeta que paradojalmente llevó las japonerías a su propia vestimenta y que no visitó París por temor a que no se pareciera a sus sueños) quien dijo que el modernismo traía “el impuro amor de las ciudades”. Más conveniente es decir que Darío integró todos los elementos conocidos, todos los temas (muchos de estos triviales), todas las formas de versificación conocidas y las que él mismo creó en un vasto lienzo poético que fue desarrollando sin descanso desde los veinte años hasta el día en que murió. El mundo artificial de Darío está trabajado con paciencia de orífice. Lo natural, la ciudad, se integra como un elemento más en una constelación donde nada domina salvo los “cisnes unánimes” que no solamente lo acercan al surrealismo, que no conoció, puesto que murió en 1916, sino que son testimonio de una prioritaria voluntad artística presente en cada verso que escribió. 

Una y otra vez podrán los lingüistas sostener la arbitrariedad entre significante y significado y una y otra vez los poetas como Darío, como Rimbaud, como Baudelaire, como Vallejo, emprenderán la búsqueda de las secretas correspondencias. Darío fijó las equivalencias entre la jerarquía de las ideas y de las palabras, convencido de que existía un parangón posible entre ambas manifestaciones. Helas ahí como los humanos seres, hay ideas reales, augustas, medianas, bajas, viles, abyectas, miserables. Tienen corona de oro, tiara, yelmo, manto o harapos. Imperiosas o humilladas, se alzan o cantan, lloran. Un buen ejemplo para probar la eficacia que logra en la elección de los vocablos Rubén Darío, aparte de tantos versos una y mil veces analizados es el título de Prosas profanas, libro de versos. 

Lo antinatural no está tanto en la elección de las palabras sino en el significado pero existente en la lengua que se les adjudica. Darío, que estuvo particularmente atento al paso del tiempo, usa la palabra “prosas” con un sentido religioso: parte que sucede al aleluya en la misa, y aleluya, por si lo hemos olvidado, es una expresión de júbilo. Y después del júbilo, ya no en la misa, sino en la vida y la poesía, siguen la madurez, la esperanza, y después el canto errante. Este espíritu aristocrático en la elección de vocablos, patente ya en Azul, incluye también una incorporación de términos coloquiales. 

Parejamente, Darío, como Pound en el siglo XX, destruye nuestros conceptos de sincronía y diacronía, acumula materias de diversa procedencia en el tiempo y en el espacio, y lo que en en Pound es rapiña cultural, equivalente de aquella otra rapiña más real, la económica, el de Darío es un grito de independencia de una literatura que empieza a ser adulta. Después de Darío será más posible ser poeta en América Latina, nuestros escritores no tendrán complejos frente a sus homólogos españoles o franceses, o alemanes o ingleses. Para usar un clisé económico de nuestros días, se seguirá una política agresiva de exportación de nuestros productos literarios. Difícilmente olvidaremos que Darío fue el primero. Esa recomposición de materiales ajenos integrados a una propia constelación poética, es, según Lévi Strauss –citado por Rama- característica del pensamiento salvaje y del pensamiento estético. Arte y barbarie aparecen así hermanadas, pero en nuestro léxico diario, desde la época de los griegos y romanos, llamamos bárbaro a todo aquello que no comprendemos y todo gran artista es un bárbaro y un salvaje respecto al gusto anquilosado de cualquier época en la que viva.

 Ese académico argentino que según Rama en 1896 se horrorizó cuando Darío leyó un verso y dijo: Yo quiero salir del manicomio donde se llama blanco al horror, donde según Quevedo se llama al arrope, crepúsculo de dulce, donde según Mallarmé, es lo mismo rosa que aurora, que mujer, es decir donde su puede decir “hoy abrió una mujer en mi rosal”, donde por último, cada letra tiene un color, según René Ghil no hizo otra cosa que hermanar a Darío con los más grandes escritores de todos los tiempos, porque sin ser la caricatura de realidad que el académico argentino propone, la literatura es el arte de las variaciones, y ningún escritor ha cambiado por sí solo la poesía castellana más que Rubén Darío. 

Construir una “selva sagrada de palabras” donde hasta los desmayos son aciertos fue la tarea que se impuso Félix Rubén García Sarmiento a quien el mundo conoció con dos mágicas palabras que simbolizan la poesía hispanoamericana: Rubén Darío. A toda persona interesada en poesía hispanoamericana le corresponde recoger sus enseñanzas, descubrir sus más recónditos aportes, para continuar abonando el terreno renovador de la poesía de estas tierras. Así como no es casualidad que en Chile, gracias a la presencia de Andrés Bello y de Darío, los estudios de métrica estén tan desarrollados, no es tampoco producto del azar que Nicaragua tenga una de las tradiciones poéticas más fuertes del continente. Haciendo poesía, en la soledad de su gabinete, Darío nos ayudó a todos los que hablamos castellano. Donde quiera que vayamos, sus versos, poderosos y reflexivos, formalmente perfectos, nos acompañan: 
   


LO FATAL A RENÉ PÉREZ
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y el futuro terror…
y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos…. 

Bibliografía
Rubén Darío. Poesía. Prólogo de Ángel Rama. Edición, Ernesto Mejía Sánchez. Cronología. Julio Valle Castillo. Caracas. Biblioteca Ayacucho- 1977- 582 pp.

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